Soy de esas personas que piensan mucho, quizás demasiado a veces. Hay días en los que una frase o alguna circunstancia toca una fibra dentro de mí y surge una especie de chispa que ilumina todo lo que antes pasaba desapercibido. Así fue como un día, sin previo aviso, descubrí que me repetía una frase que llevaba años siendo como un mantra:
"No me gusta hacer las cosas perfectas, sólo me gusta hacerlas bien y sin errores."
Si lo lees rápido suena inofensiva, ¿verdad? Pero lo cierto es que esa frase oculta una obsesión con la perfección que ni yo misma veía. Que te puedo decir, esa era la única forma que conocía de hacer las cosas; era lo único que me habían enseñado. Tuve la suerte de crecer en un hogar lleno de esfuerzo y dedicación. Mis padres, a pesar de no haber terminado sus estudios superiores - por la llegada de una niña les cambió la vida, espero que para mejor jeje -, lograron salir adelante. Ellos son mi ejemplo más tangible de que la constancia y la disciplina son claves para alcanzar la vida que quieres. Y, por supuesto, me enseñaron a dar siempre mi mejor versión, donde sea y en lo que sea que haga.
Pero... creo que nadie les advirtió que yo me tomaría sus enseñanzas demasiado en serio. Tanto, que llegué al punto de registrar mis errores en un archivo de Excel. Sí, leíste bien: un Excel donde calculaba mi "frecuencia de fallo" y diseñaba planes de acción para no volver a equivocarme. Es que cada vez que algo no salía como esperaba, mi cabeza repetía:
"Nos la hacen una vez, pero no dos veces."
Me río un poco al recordarlo, me da hasta cierta ternura y compasión esa versión de mi tan exigente que no se daba cuenta lo pesada que estaba siendo la mochila que cargaba. Lo más curioso es que yo misma fui quien metió las piedras dentro. Por suerte, con el tiempo entendí que todo en exceso, incluso la autoexigencia, puede ser perjudicial. Y aquí viene una de mis primeras lecciones del año: las palabras que nos decimos y las expectativas que tenemos sobre nosotros mismos tienen un impacto profundo en cómo nos sentimos, cómo actuamos y cómo enfrentamos los retos de la vida.
La narrativa que construimos y cada palabra que seleccionamos para hablarnos es clave porque esas palabras moldean nuestra percepción y, en consecuencia, nuestra forma de percibir la realidad. Si somos demasiado duros, dejamos que los pequeños logros pasen desapercibidos y nos empujamos hacia una vida donde la insatisfacción lleva las riendas.
¿Te has dado cuenta de lo fácil que es ser amable con los demás, pero increíblemente duro contigo mismo? A otros les justificamos sus errores, pero cuando se trata de nosotros, la vara sube como si no tuviéramos el derecho de fallar, aprender o simplemente ser humanos.
Hace años eliminé ese Excel (¡gracias al cielo!), y aunque desde entonces me permito equivocarme, me he dado cuenta de algo: todavía quedan rastros de esa narrativa perfeccionista. Pequeñas frases, palabras o pensamientos que no me hacen bien. Así que este año, mi meta es sencilla pero transformadora: hablarme con más amor. Comenzaré haciendo el ejercicio de detenerme cada vez que detecte frases como "debo", "tengo que" o "estoy fallando", y las reformularé.
"Tengo que comer esto" → "Elijo esta comida porque sé que mi cuerpo lo necesita."
"Debo hacer ejercicio" → "Quiero mover mi cuerpo porque me hace sentir fuerte y viva."
"Estoy fallando" → "Estoy aprendiendo. Todo esto es parte del proceso."
¿Notas el cambio? Hablarte con amabilidad no sólo refuerza tu confianza, sino que también te recuerda que no necesitas ser perfecto para seguir avanzando. No necesitas ser perfecto para merecer ser feliz, para lograr lo que quieres. Porque la vida, a veces, es irónica: entre más te obsesiones con "ganar" o hacer todo impecable, más lejos parecerá estar lo que buscas. Por eso, debes relajarte, tomar las cosas con calma. Sí, da lo mejor de ti, pero sin desgastarte en el proceso. Como alguna vez leí:
"Al final, la vida no exigía tanto de ti."
A veces fallamos. A veces no alcanzamos esa "mejor versión" que nos exigimos. Y eso está bien. Porque esos tropiezos no nos hacen menos valiosos; nos hacen reales. Así que, si algo quiero dejarte con esta reflexión, es esto: sé amable contigo mismo. Permítete aprender, crecer y aceptar que la vida no se trata de ser perfectos, sino de vivirla plenamente.
La meta no es la perfección.
La meta es vivir, sentir, y amar.
Comenzando con uno mismo.