miércoles, 27 de noviembre de 2024

Mudanza: Parte III

El tiempo pasa volando, ¿no? El otro día, mientras recordaba las mudanzas que he tenido, me puse a contar los años que han pasado desde entonces y preferí detenerme cuando me di cuenta que pronto serán diez. ¡Diez años! Es como si sólo hubieran pasado algunos, así que le restaré los años pandémicos y un par más porque sí y porque puedo, je! Pero saben algo al mismo tiempo siento que soy una persona completamente distinta a la versión de mi en esos años. Así que hoy quiero hacer un esfuerzo (crucen los dedos) para recordar cómo me sentía hace siete años y contarles lo que dejé en pausa por un buen tiempo: mi segunda mudanza.

Como he dejado en antiguas entradas de este blog, cumplir veinticinco años fue mi primer - y hasta ahora único - gran quiebre. Podríamos llamarlo: EL quiebre, para mantenerme fiel a mi estilo dramático y exagerado, agrandar mis problemas existenciales exponencialmente es un mal vicio que a veces tengo. Todo lo que viví antes de esa edad lo siento como si lo hubiera vivido otra versión de mí, una que hoy parece un personaje secundario en mi historia. Sin darme cuenta, y casi sin querer queriendo, he olvidado muchas cosas de los primeros años de mis veintes. A los 25 reformulé algunos de mis valores, mi visión de la vida, la manera en la que me relacionaba con las personas, e incluso hasta mi forma de vestir. Para que entiendan: antes podía salir con un pantalón amarillo, una chompa morada y zapatillas rojas. Me daba exactamente igual lo que la gente pensara. Hasta que, de pronto, escuché la opinión de alguien y empezó a importarme lo que piense y comencé a cuestionarme si mi forma de vida era la que quería para mi. Cambié mi estilo radicalmente, me volví más convencional, como si hubiera seguido al pie de la letra un manual no escrito de "cómo deber ser según los estándares de la sociedad".

Spoiler alert: ya recuperé mis colores y, honestamente, volvió a importarme dos caramelos de limón lo que opinen los demás. Como diría Residente:

Me gusta dar lo que doy, me gusta ir donde voy
Me gusta ser como soy, así que, ¡oye!
Ven y critícame, yo soy así.

Pero bueno, volvamos al tema, que "divagar" podría ser mi segundo nombre. Es mas, seguro sonaría mucho mejor que el que eligieron mis padres. Y ni les cuento lo mal que está escrito ¿Por qué no fue mi mamá a inscribirme en lugar de mi papá? Pero bueno, ese drama lo dejamos para otro día. ¿En qué iba? Ah, sí, a los veinticinco tuve mi gran quiebre, me mudé a un cuartito pequeño, acogedor y tranquilo, y viví ahí por nueve meses. Fue mi primera experiencia viviendo sola y obtuve mucho aprendizaje de allí (sí quieres saber un poco más, te invito a este escrito: Mudanza: Parte I), pero la vida tenía otros planes para mí. Un día, sin imaginarlo, surgió la oportunidad de mudarme a provincia. Inicialmente, postulé para trabajar en una posición en mi lugar favorito del mundo: Cusco. Ya me imaginaba viviendo allí, rodeada de montañas, con ese aire mágico y vibra que sólo Cusco tiene, pero ya saben como es la vida: no siempre te da lo que quieres, pero siempre te da lo que necesitas. Así que, como quien no quiere la cosa, terminé viviendo en Chiclayo, la ciudad de la amistad.

Acepté la propuesta casi sin pensarlo. Era asumir una posición a la que aspiraba desde que era practicante. ¿que si hice un análisis profundo? ¿qué si pregunte si me tocaba bonificación de mudanza por cambiar de site? Cero, mi fuerte no son ni las negociaciones ni los análisis profundos. Agarré una maleta de 23 kilos, metí lo esencial y partí de casa, otra vez. Llegué un lunes de setiembre y me quedé unos días en el departamento que una compañera de trabajo estaba dejando mientras buscaba un lugar para mí. Así fue como descubrí que en Chiclayo los alquileres no están en alguna página de internet, sino en los periódicos del domingo. Me lo tomé con calma, confiando en que la vida - y mi carta de la buena suerte - resolvería el asunto.

Cuando finalmente encontré el departamento, no exagero - tal vez sí, un poquito - si les digo que fue amor a primera vista. Estaban alquilando un segundo piso que tenía una ventana enorme, con vista a un árbol gigante donde se posaban pájaros. Aunque el departamento no estaba amoblado, lo alquilé en el acto. ¿Qué más podía necesitar? En mi primera mudanza había comprado una cama, refrigeradora y algunos electrodomésticos básicos. Entonces, le pedí a mi papá que me haga el favor de enviarme mis cosas desde Lima, y en pocos días estaba armando mi nuevo hogar.

Recuerdo que frente a esa ventana puse mi cama ya que era mi parte favorita de ese lugar. Si cierro los ojos ahora e imagino mis días allá, me veo recostada en la cama, leyendo un libro, mirando las hojas moverse con el viento o simplemente prendiendo una vela y perdiéndome en mis pensamientos. Pero, no todo fue perfecto, si de algo se ha caracterizado mi vida es por tener turbulencia cada vez que creo tener todo bajo control. Hubieron varios días oscuros en los que la soledad y mis demonios se sentaron a tomarse una cerveza bien fría. Aunque suene extraño, en ese silencio curé heridas, me amisté con unas partes de mi que fueron cruelmente juzgadas y volví a reencontrarme con la niña de ojos brillantes que vive dentro de mi. Esta vez nos reencontramos desde el amor, y no desde las expectativas de lo que deberíamos ser. Desde esa experiencia, valoro el silencio y los días de soledad, los uso para energizarme y conectar conmigo.

Les cuento que en Chiclayo descubrí una forma deliciosa de recibir cariño: ¡comiendo! En dos meses subí cinco kilos, porque ahí te demuestran afecto invitándote a probar de todo, y vaya que se come bien. Siempre digo que me encantaría volver un fin de semana solo para darme un festín con encimadas, cachitos de mantequilla, tortitas de choclo, cachangas y la lista sigue. Vivía rodeada de tanta comida, que por primera vez en mi vida me inscribí en un gimnasio. Todas las noches iba a clases de baile para hacer un poco de cardio, y cuando tenía ánimo de sobra, hasta me animaba con dos clases seguidas de sexy reggaetón. Sí, leíste bien: sexy reggaetón, en este momento fue cuando comencé a conectar con mi lado sexy, un poco torpe pero sexy. Como era de esperarse, también creé mis propias tradiciones, porque eso de ponerle un toque especial a los días es mi sello personal. Los sábados los dedicaba a caminar sin rumbo por las callecitas, aunque luego de un tiempo esas caminatas se volvieron búsquedas desesperadas de sombra porque el cielo azul chiclayano me hacía extrañar el gris limeño. Los domingos comenzaba con un desayuno en el mercado Modelo: un vaso de cebada con un pan con algo y, claro, un buen ceviche al almuerzo, y porque un domingo sin postre no es domingo, pasaba por una pastelería increíble y me compraba dos porciones porque bueno, uno nunca sabe cuándo se necesita una dosis extra de dulce en la vida. Ah, y si quedaba con hambre, cerca de casa había un lugar que hacía un sándwich de pollo deshilachado con papas fritas. French fried lover ♥. Ahora que lo pienso, creo que lo que más hice en Chiclayo fue comer, pero ¡cómo no hacerlo con tanta delicia cerca!

Como no todo en la vida es comer, también aproveché para hacer varios viajes. Algunos fueron de fin de semana, otros usando los días de vacaciones. Cada vez que tenía una oportunidad, me escapaba a algún lugar. En ese tiempo, conocí Cajamarca, Chachapoyas, Piura, Máncora (¡demasiadas veces!), y varias pequeñas ciudades dentro de La Libertad. Lo curioso es que, a pesar de estar tan cerca, nunca fui al Museo del Señor de Sipán, ¡y encima creo que uno de los domingos del mes la entrada era gratis! Cosas del Orinoco, ¿no? Pero lo más chévere fue que hice buenos amigos que me enseñaron que el ceviche también se puede disfrutar de noche, y que cuando tienes una buena compañía, lo único que necesitas es sentarte en la puerta de la casa de alguien y pasar un agradable momento. 

¿Me pasas viendo?

Si tuviera que resumir ese año lejos de casa, diría que fue el momento en el que realmente descubrí quién soy. Aunque en ese entonces no lo veía tan claro como ahora, fue el año en el que comencé a construir los cimientos de mi autoestima. Dejé atrás los juicios ajenos, esas ideas de otros sobre quién creían que era, y me atreví a hacer cosas que antes me aterraban. Fue como si, poco a poco, aprendiera a darme permiso para ser y sentir como sólo yo puedo hacerlo, sin pedir disculpas por ello. Sin sentir que soy menos o más, sin compararme.

Volví siendo más yo.